domingo, 27 de enero de 2019

SAPUKO

ENERO


Empezó a llover de nuevo. Hacía días, semanas, que caía una lluvia intermitente. El pesado fardo que cargaba,  estaba empapado y no sabía cómo secar sus únicas pertenencias. 
Era incapaz de comprender dónde estaba la lógica de todo aquel desquiciante asunto. Había salido una mañana a trabajar, a su regreso, otros habitaban su hogar. Había acudido a la policía, a los juzgados, al despacho de un abogado que anunciaba sus servicios en las páginas de los diarios. Es cuestión de tiempo, sea paciente. Lo era, un hombre paciente y bueno. 
Se le ocurrió un día plantarse frente a la gran casa del pueblo, donde los políticos articulaban unas leyes que suponía al servicio de las buenas gentes. Paciencia, le decían una y otra vez, estas cosas requieren paciencia.
Una noche, mientras dormía en el recinto de un cajero, alguien se llevó lo único que le quedaba. Sintió que su último resto de dignidad había sido pisoteado. Tomó una determinación. Se dirigió a las oscuras calles de la perdición, preguntó a los desahuciados de la sociedad, se dejó guiar por la voz rota y los dedos temblorosos que le señalaron la puertucha de un bar. Entró, hacía peste y estaba sucio. Caminó hasta el fondo, se plantó en un rincón oscuro, frente a un hombre que daba la espalda al mundo. Cubría sus rasgos con barba, bigote, gafas y un gorro gastado y mugriento. Habló. El hombre sin rostro asintió, apuntó una cifra en un papel y se la mostró. Tardaría horas en conseguir aquella suma, pero volvió con los billetes doblados entre la página de anuncios de un viejo diario. 
En las horas que siguieron, fue la sombra del hombre sin rostro. Le siguió hasta su propia casa y esperó paciente a que los intrusos salieran. Con el corazón enloquecido, vio al hombre sin rostro reventar el candado. Entraron juntos en el domicilio, violado hasta el último rincón, sucio, embrutecido, pero suyo. Cuando el hombre se fue, cerró los pestillos, bajó las persianas y tanteó la pistola en el fondo del bolsillo.