domingo, 28 de julio de 2019

TRÉBOL

JULIO


Se acercó arrastrando los pies hasta la máquina expendedora y miró a través de la sucia transparencia de cristal. Alguien había enganchado pegatinas y escrito con pintura frases soeces. En una de las esquinas, resbalando hasta el suelo, había restos de orina, una bolsa de regaliz vacía, dos tapones de plástico y un clínex arrugado.
Volvió a levantar la mirada para localizar la botella de agua entre los otros refrescos. Tenía un bonito diseño azul, con una etiqueta en la que un trébol brillaba cubierto por brillantes gotas de rocío. Se relamió los resecos labios. 
Recordó entonces las continuas discusiones en las que él se negaba a entrar. Estaba cansado del discurso ecologista al que su mujer se había apuntado. Por eso no había querido ver aquel documental.
–Te lo crees todo –había protestado–, ahora toca vendernos que el plástico es malo y que somos unos comodones irresponsables.
No tenía nada de acomodado él, trabajaba todo el día, pagaba sus impuestos y no hacía daño a nadie.
–¡Fanáticos! –había rugido antes de dejarla sola.
Sonrió al recordar la expresión de ella. Era una idealista, siempre lo había sido.
Extrajo una moneda del bolsillo y la introdujo en la ranura. Apretó el botón número trece, oyó un ruido sordo, un crujido, la botella de plástico se adelantó un poco y cayó por una pequeña rampa, hasta colarse por la boca de salida. Al tocarla notó que no estaba fría, chasqueó la lengua decepcionado; aun así, desprecintó la botella y al beber resonó en su mente la última frase de su mujer:
–Las partículas de plástico ya circulan por nuestra sangre.
Él se había reído. 
Notó una extraña sensación, como si pequeños sellos se pegasen a las paredes del cuello, la faringe, el estómago. Percibió que el agua se filtraba a través de las células que encontraba a su paso; que los labios se alargaban y afinaban. Los pulmones se hincharon, luego se pegaron a la caja torácica, como cada uno de sus órganos. Miró sus manos, que se fusionaban con el botellín que sujetaban y quiso gritar, pero sus cuerdas vocales no lograron vibrar y quedó con una expresión estúpida, la boca redonda y vacía. Clavó los ojos en los pies, habían perdido los zapatos, se ensanchaban y emitían un chirrido agudo al mudar la piel y adoptar una textura inquietante. 
Un instante antes de que ocurriera, presintió la llegada de la hecatombe. 
Reconoció el repentino ruido, lo había oído mil veces, él lo había provocado casi a diario en su cocina. Un fuerte crujido que resonó en la carcasa en que se había convertido su cuerpo. Su mirada cayó en picado porque lo hicieron sus ojos, como todo él. Un resto de agua se vertió por el suelo y quiso beberla, pero su lengua no pudo moverse, atrapada en la etiqueta del trébol.
A primera hora de la mañana, el barrendero municipal vio la botella prensada, tirada sobre el resto de orín, junto al clínex y los otros restos. Arrugó la frente malhumorado por la dejadez de la gente, la arrastró con la escoba hasta la pala y la introdujo en el contenedor de plástico. 


El barrendero no oyó el desesperado lamento que se unía a los demás. Pronto el contenedor estaría lleno y los desplazarían a un nuevo destino.