domingo, 31 de mayo de 2020

LA ENFERMERA

A las cinco suena el despertador, al pararlo lo tira al suelo. Ha dormido muy poco, se acuesta con el cuerpo dolorido por las largas jornadas. Cierra los ojos y las imágenes vividas en las últimas semanas están ahí: los pasillos llenos, los espacios reconvertidos, el sonido de las respiraciones al límite. A veces sueña que camina entre pacientes, extienden sus manos hacia ella y su equipo de protección se va cayendo en pedazos, la mascarilla está sucia y los guantes no tienen dedos. 
            Alguna noche se levanta para prepararse una infusión, entonces aprovecha para dar una vuelta por el piso, pero no toca nada, teme contagiar a su familia. Con la taza entre las manos se acerca a la ventana y espía, sería noche cerrada si viviera en el campo, pero en la ciudad, la noche no existe, la tranquilidad tampoco; a pesar de la aparente quietud, siente la tensión en el aire, oye a lo lejos sirenas de ambulancias. 
            Deja la taza sobre la mesa y vuelve a la cama. Recuerda a Micaela, la anciana valiente que desde hace semanas lucha desde su cama en la UCI; siempre la mira con ojos brillantes y sonríe agradecida por sus cuidados. Su marido también ha dado positivo; está junto a ella, lo ha estado toda la vida, no tendría sentido separarlos en el último tramo. 
            Da más vueltas en la cama, clava la mirada en las ranuras de la persiana, la luz artificial se filtra. Recuerda las constantes vitales de una compañera contagiada, no ha sido la única, sabe que ella podría ser la siguiente. Se frota los ojos, tiene la boca seca, las piernas inquietas no dejan de moverse, los nudos en el cuello le dificultan la respiración, a ratos, sin previo aviso, fruto de la ansiedad. En esos momentos se concentra para respirar de forma consciente, para llevar oxígeno a los rincones más ocultos de sus pulmones. 
            Hace días tuvo un encuentro, en el pasillo atestado de camillas había reconocido a un vecino, un señor amable y educado que la había mirado con ansiedad. Se había sentido culpable, porque no tenía sitio para ubicarlo, ni tiempo para detenerse a mirarle y dedicarle unas palabras amables, de ánimo.  A medio camino de la UCI había regresado sobre sus pasos, se había detenido frente a él, había cogido su mano con una sonrisa tras la máscara.
            − En seguida vienen a atenderle –le había asegurado. 
            En seguida es un término claro, se dice, significa ya, en muy poco rato, un instante, al momento. Pero aquellos días no había sido cierto, no habían podido, no llegaban, eran muchos, ellos pocos. El material había sido escaso, lo habían reciclado, se habían reinventado. Se siente traicionada por los políticos, no importa el color ni la dirección de sus promesas, la experiencia le hace desconfiar, solo cree en los hechos, las promesas cumplidas. 
            Al final de las jornadas la moral abatida se arrastra tras ella, la sigue hasta el vestuario y la observa desde el espejo cuando se quita el EPI, cuando la última mascarilla descubre su rostro desmejorado y llora. Se esconde cuando lo hace, no es bueno que las enfermeras más jóvenes, las últimas incorporadas, la vean así, pero a veces es inevitable.
Se ha despertado con la cabeza embotada, su marido todavía duerme. Sale de la habitación con cuidado, se viste, toma un café con leche, prepara un tentempié y sale a la calle con su certificado de movilidad, la mascarilla, el gel desinfectante y un pinchazo en el corazón. Sabe lo que es, ha aprendido a vivir con él, el miedo a no reconocer los rostros que han sustituido a los que no han resistido. Es uno de los peores momentos. 
Pero ese día se encuentra con los rostros sonrientes de sus compañeros, Micaela ha dado muestras de recuperación y el vecino amable y educado responde bien al tratamiento. Inspira hondo, da las gracias mirando el techo que los cobija y pinta su mejor sonrisa bajo la máscara, sabe que los pacientes la verán reflejada en sus ojos y eso les ayuda.
Entra en la 348, Micaela levanta un poco la mano, mueve los labios y la mira con un brillo intenso. La enfermera acerca su rostro enmascarado y la anciana besa la pantalla de transparente protección. Las fuerzas regresan, hará lo humanamente posible para seguir luchando por ellos, para eso se ha preparado toda la vida, para ayudar a sanar, ayudar a morir. 
Se pregunta para qué se han preparado los políticos, los que llegan arriba, los que marcan las prioridades y organizan vidas. Piensa que ella y todos sus compañeros debieron pasar difíciles pruebas, exámenes, prácticas, un largo camino de formación hasta demostrar que sí estaban preparados, pero no le parece que los políticos pasen por ese filtro. ¿Cómo es el cedazo por el que acceden?, se pregunta.
−Algo falla, algo no estamos haciendo bien –murmura.
Cierra los ojos y trata de pensar que esta vez aprenderán la lección, que el aviso es serio, que están pagando un alto precio, que esta vez sí, irán todos a una para sumar y cambiar, antes de que sea demasiado tarde. Mira el calendario, se acerca el verano, la luz del sol siempre es un buen antídoto. Sonríe, pero sus dedos hurgan, sus ojos espían las páginas tras los meses estivales y siente un escalofrío.