jueves, 30 de enero de 2020

AGUA

Siempre había sido un gran bebedor de agua. Le gustaba su transparencia cristalina, el suave burbujeo al verterla sobre el vaso o directamente en la boca. Un inmenso placer invadía sus sentidos al sentirla deslizar por la garganta, hasta el depósito en el que, si hubiera podido entrar, estaba seguro que era como la inmensa cueva de la creación, el núcleo mismo de la vida, donde el eco de las gotas y el rumor suave debía producir una deliciosa música de frescura.

Sin embargo, en los últimos tiempos, algo había restado placer a su hábito. Distintas noticias le atacaban justo donde más le dolía: Aguas embotelladas con restos fecales; Aguas de fuentes sin seguridad sanitaria; Aguas vendidas en botellas de plástico que dejaban a su paso diminutas partículas… 
La última noticia le había dejado abatido: El agua del grifo, su última apuesta, podía provocar cáncer por una transformación que llegaba directamente del proceso de potabilización.
Plantado en medio de la cocina, se debatió ante la conveniencia de dar unos sorbitos de la última botella que había comprado. Indeciso, miró de reojo la garrafa de su última excursión a la fuente, hacía ya bastante tiempo; parecían haberse formado unos suaves hilillos, como telarañas amenazantes. Apartó esa opción al imaginar su estómago con las paredes repletas de tejidos de diminutas arañas, que quedarían al acecho de nuevas presas. 
Se acercó al grifo arrastrando los pies, lo abrió y contempló el caño, tenía una trasparencia un tanto blanquecina.  Por la misma fuerza de la conducción del agua, se dijo. Pero desconfiado, acercó la nariz y olfateó… Cloro. Sin duda se habían pasado con la dosis aquella mañana.
Se sentó en el taburete . Miró el vaso vacío entre sus manos, agobiado, sediento, torturado por la duda que ya nunca más le dejaría. Entonces recordó que estudiosos de alguna universidad estadounidense de nombre difícil de recordar, habían demostrado de forma irrefutable  que la ingesta de vino tinto protegía las arterias, alargaba la vida y no recordaba cuantas cosas más.
Dando un saltito abandonó el taburete, se desplazó hasta la despensa y cogió un Priorat de la cesta de Navidad. Al principio lo miró con desconfianza, estudió la etiqueta, buscó los grados de alcohol, que no eran pocos, descorchó la botella y olió el aroma un tanto áspero, pero agradable. El primer sorbito le confirmó que debería ir acostumbrándose; el segundo explotó en su paladar sobre el que chasqueó la lengua; en el tercero se concentró en las sensaciones que provocaba al descender por el cuello y alcanzar la gran cueva, que a saber si no había sido siempre así, oscura y áspera. 
Decidió al fin que aquel bautismo a una nueva forma de entender las cosas, merecía una profunda inmersión y así, sorbo a sorbo, vació aquella, su primera botella.

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