martes, 31 de diciembre de 2019

EL LEGADO

DICIEMBRE

La gran masa se fue dispersando, algunos con ganas de más ruido, otros, agotados y decepcionados, arrastrando sus pies. Una nueva ocasión perdida, los peores pronósticos se habían cumplido. A sus espaldas el murmullo ensordecedor fue bajando los decibelios, el calor humano se esponjó, dejando huecos por los que un frío glacial, de desesperanza, fue filtrándose por la piel de  los más resistentes, los que estaban dispuestos a llegar hasta el final. Se miraban entre ellos, como si esperasen que alguien sacara una varita mágica de la mochila y estrellitas brillantes del bolsillo. Ella sintió una punzada y levantó la mirada, el cielo estaba apagado. En sus montañas las estrellas estarían cubriendo de luciérnagas el cielo, la noche era una buena ocasión para estirarse y contemplar aquel espacio infinito vestido de gala para la madre tierra. 
Se sentó en la escalera, el grupo la fue imitando. Estaban silenciosos, se abrazaban a las mochilas, las pancartas estaban tendidas en el suelo. Las pintadas en las mejillas se desdibujaban, los párpados velaban el brillo de las miradas. 
Los grandes mandatarios habían abandonado las instalaciones del teatro de las mentiras y ella sentía que si se levantaban y alejaban del lugar, dejarían  sellado el amargo fracaso tras sus pasos
Tal vez había llegado el momento.
La imagen de su abuelo inundó su memoria: su barba blanca, su mirada serena, el resplandor del fuego sobre la piel gastada y noble. Ella era pequeña todavía, estaba sentada sobre un tronco. Lo que más adoraba del día era aquel tiempo de tertulia al amor del fuego. Su abuelo era un hombre sabio y generoso, le había regalado la riqueza de su experiencia. Aquel día, el último del año 2010, la había mirado con una intensidad que le indicó que algo importante iba a decirle. El abuelo se había levantado, había arrastrado sus gastados pies hasta la chimenea y había abierto una vieja cajita de madera de pino; sus manos deformes habían cogido algo de su interior.
A nosotros no nos ha hecho falta, pero creo que pronto vas a necesitarla había abierto las manos para ofrecerle una bola de cristal con vapores y brillos verdes y azules en su interior−. Te conducirá a un nuevo mundo, limpio y puro. Asegúrate de no llevar al mal a tus espaldas.
−No te entiendo abuelo –le había dicho.
−Eres una escogida, cuando llegue el momento, lo entenderás.
La bola siempre la había acompañado y sentía al acariciarla, que su abuelo estaba con ella, guiando sus pasos, velando por sus sueños.
Miró a su alrededor una vez más, quiso asegurarse de que quienes la rodeaban eran seres limpios, de corazones generosos, implicados de verdad en aquella causa. 
Le pareció que sí.
Volvió a entornar los ojos, encerró entre sus manos la bola y se concentró en su respiración, en el aire que llenaba sus pulmones, en el oxígeno que inundaba su cerebro. Dejó de sentir el asfalto y el aire contaminado; sólo la hierba bajo sus pies, los árboles a su alrededor, los animales, las nubes, el sol, la luna.
Se formó una niebla espesa cargada de brillos estelares, un aire poderoso silbó entre las calles y formó una espiral a su alrededor. Cuando todo acabó, la calle había quedado desierta, más oscura que de costumbre, más triste sin sus jóvenes soñadores. Sólo había quedado, junto a una rejilla de desagüe, una cámara fotográfica. Era de uno de los periodista que cubría las manifestaciones. 
También había desaparecido.

lunes, 25 de noviembre de 2019

25N

Noviembre


Podía sentir el calor del sol en su espalda y el de la mirada de su chico en el rostro, en el escote, como una caricia excitante. Habían quedado para tomar algo en la terraza de una cafetería. Ella se sentía feliz, 
−Estoy loco por ti.
Él  siempre lo decía, a ella, a todos. Era guapo, fuerte, vestía bien y se peinaba a la última. 
Hacía ya un rato que su voz grave y bien modulada la ponía al día de sus proezas en el partido de futbol del domingo; una melodía agradable a sus oídos de enamorada. Pasó un compañero de su chico y él se levantó. Los dos amigos picaron los nudillos, palmearon sus espaldas y hablaron durante un rato, en broma, en serio; el amigo la miró de reojo y su chico, en broma, en serio, le dijo que, a ella ni mirarla, fruta prohibida tío. 
Sintió una molesta punzada. Ellos bromearon aun unos instantes, se despidieron y él se sentó de nuevo, tomó sus manos, la besó. Hubo un silencio, una pausa tras la que ella quiso intervenir, hablarle de su examen de historia antigua. Él no debió darse cuenta de que la interrumpía, le había quedado algún detalle importante por explicar, una anécdota de bromas de vestuario. Ella adoptó la postura de escucha atenta, pero sintió una incomodidad que crecía. Desvió la mirada un instante, hacia el fondo de la calle y vio a su amiga Elena que caminaba en su dirección. Se sintió contenta, levantó el brazo y le hizo señales. Notó la presión que él iba ejerciendo sobre sus manos, cada segundo un poco más; le miró desconcertada. A modo de respuesta su chico levantó una ceja y fijó las retinas en las suyas.  Mientras Elena hablaba, trató de entender qué era exactamente aquello, si ella había hecho algo mal. Cuando quiso reaccionar, su amiga se despedía. Se prometió llamarla, más tarde, cuando él ya no estuviera a su lado.
Sintió frío en la espalda y miró el cielo, que ya no estaba pintado de azul, se habían formado nubes aquí y allá. Se levantó una brisa molesta  que agitó sus cabellos y los pegó a su mejilla. Él los ordenó tras las orejas. A ella, por un fugaz instante, le pareció que los ataba. Se estremeció.
−¿Tienes frío? –preguntó él.
Ella asintió, el chico pagó la cuenta, se levantó y la rodeó con sus brazos fuertes, poderosos.
Mientras se alejaban buscó el sol, pero las nubes lo habían tapado del todo.

#EllaMeInspira           
           #SheInspiresMe
         #SomDones

domingo, 27 de octubre de 2019

NADA

Octubre



El estruendo la despertó en medio de la noche. Todavía entumecida por los golpes apartó con dificultad el cuerpo desnudo, caliente y pesado de él. Parpadeó inquieta, trató de centrar sus ideas y apartar las últimas, asfixiantes, reales y dolorosas, como siempre. Frotó los ojos, las mejillas, el cuello. Más abajo estarían los moratones, los dedos de él marcados en su piel. 
            Algo se estrelló contra la ventana. Agudizó los oídos. Agua, era sonido de aguas sin control. Un relámpago iluminó la habitación, casi al unísono pareció explotar el cielo, los cristales vibraron. Se sentó de un golpe con el corazón enloquecido. Saltó de la cama y notó el agua en sus pies. Gritó, le llamó a él para que despertara, a pesar de no querer hacerlo. Oyó su voz pastosa por el alcohol y el sueño y una especie de rugido. Lo pensó apenas un instante, le miró una vez más, entre la penumbra de la habitación. Miró el reloj, las tres de la madrugada. 
En la calle los golpes se multiplicaron, tenían la tormenta sobre sus cabezas, el cielo parecía abrirse en canal. El aire aullaba entre las ranuras de la vieja casa rural que él había alquilado para la celebración de su décimo aniversario. Ella había mirado silenciosa la imagen de la casa en la pantalla del ordenador, le había aterrorizado pensar en un fin de semana los dos solos, pero más le aterrorizaba negarle nada, conocía las consecuencias. 
Un nuevo estallido la sacó de sus cavilaciones, miró el suelo, el agua estaba subiendo, casi llegaba a sus rodillas. Los bajos de las sábanas flotaban, sucias. Miró hacia la ventada, donde los golpes eran continuos y un líquido marrón se filtraba por las ranuras. Decidió que su vida no merecía acabar en un barrizal, que ella tenía derecho a la luz, a la risa, a la vida. 
Decidió resistir.
Le costó abrir la puerta, el pasillo era un rio sucio y violento. Estallaron los cristales de una ventana y el agua cogió la virulencia de los rápidos de las montañas. Entraron ramas que pudo esquivar, papeles, zapatos, latas de refrescos,  bolsas, libros, una maraña de objetos envilecidos y despojados de su esencia. Comprendió que el rio se había desbordado, que las calles eran ahora su territorio y que la furia de la naturaleza arrastraba todo lo que encontraba a su paso. 
Lo recordó a él, borracho, desnudo, caliente, falsamente manso, con su crueldad adormecida, su violencia adormecida, su capacidad manipuladora adormecida. Lo recordó estirado sobre la cama con la respiración pesada. Odio, rencor y repugnancia, no sintió nada más, no logró que aflorara la compasión. Se dijo que el agua lo purificaba todo, que al final de torrentes y ríos se abría el mar, azul, inmenso y generoso. 
No cogió nada, solo ella y su libertad; dejarlo todo atrás para empezar de nuevo, si lograba escapar, lejos, con una nueva identidad.
            Avanzó con dificultad hasta el sofá que ya había perdido pie. Se puso los tejanos y cogió la chaqueta más gruesa que encontró para proteger su cuerpo. Ató sus cabellos en un fuerte moño en la nuca, se cubrió la cabeza con un pañuelo, se desprendió del anillo, el colgante, los pendientes. Un fuerte golpe la alertó de que el agua había abierto la puerta de la entrada, se cogió con fuerza a una columna para aguantar el primer embiste y un instante antes de dejarse ir, se prometió que viviría para recordar la noche de la furia en que fue liberada. 
Alcanzó la salida y avanzó buscando los puntos más altos. Se golpeó la espalda, apretó los dientes al sentir el desgarro de su piel en la pantorrilla y se apartó a tiempo para no ser golpeada por uno de los bancos de la plaza, que se perdió calle abajo. En el último momento, cuando las fuerzas amenazaban con abandonarla, se sujetó a la baranda de la calle de la Procesión, la que conducía a la vieja iglesia del pueblo, arriba, en el casco antiguo. 
Desde la distancia, no quiso leer las noticias del desastre, la cuantificación de los daños, el número de víctimas, su búsqueda, los funerales, la reconstrucción. 
Estaba demasiado ocupada reconstruyéndose a si misma.

#EllaMeInspira 
           #SheInspiresMe            
         #SomDones

          

domingo, 29 de septiembre de 2019

CONTROL

Septiembre

No sabe cómo ha pasado. A lo largo de los años los minutos de los días se han ido llenando y le agobia la sensación de pérdida de control. Se promete analizarlos bien, dejar alguna costumbre, tal vez las que no le aportan más que una fugaz sensación de control o las que se han sumado sin más, sin apenas darse cuenta. 
          Así sale de la cama con el pie derecho, luego el izquierdo y se pone las gafas. A partir de ese momento, el día se convierte en una carrera contra el reloj para lograr cumplir con las expectativas. Cuenta los pasos hasta el lavabo, tienen que ser trece, ni uno más y empieza la ceremonia de un profundo aseo en el que cada detalle cuenta. Vuelve sobre sus trece pasos para abrir la ventana, la habitación se ventilará durante trece minutos, pone la alarma para controlarlo. De otra forma se angustia un poco.
           Sale de casa a las 8:13 en punto y camina hasta su puesto de trabajo. A la salida pasa lista de las tareas pendientes: estudiar media hora de inglés, hacer una sesión de ejercicio aeróbico, estiramientos, hacer la compra y regresar a casa para estudiar bien el menú que debe preparar para la noche, frugal, vitamínico.¿Cuántas piezas de fruta lleva ingeridas? Comprueba que en la botella le queda todavía la mitad de agua para completar los dos litros y medio que debe beber. Con el plato de ensalada en la mesa, pone la televisión, pero sus dedos resbalan sobre la pantalla del móvil. 
          El ritual nocturno es tal vez el más complicado de todos: cerrar puertas y ventanas, apagar luces, desenchufar todos los elementos eléctricos de la casa; contar los pasos hasta el lavabo requiere concentración, deben ser múltiplo de trece. Se desmaquilla, se pone el sérum, la crema de cara, de bolsas y ojeras, el tratamiento especial del cuello y escote, la loción anti-manchas, la activadora de la circulación, la fortalecedora de senos y una especial para eliminar estrías. Trece pasos hasta la cama, se sienta, primero levanta la pierna derecha, luego la izquierda y  se da unos toques estimulantes en el rostro. 
            Faltan los ejercicios de meditación, suspira. Vamos, tú puedes, piensa. 
Está agotada y siente una mezcla de satisfacción y vacío. 
          Mira el móvil, pasa revista a los mensajes, el Instagram, el correo, el Facebook, los wps, las notas. Bien, es el momento del blog Mi vida ordenada. Anota en él alguna recomendación sobre el orden de los alimentos en la nevera y la importancia para sentirse en equilibrio. Afirma satisfecha y vuelve a comprobar el número de likes. Recorre la pantalla antes de parar el teléfono y comprueba que al día siguiente es martes 13,  el día de encontrarse con amigos y visitar a sus padres. Frunce el ceño.
          Piensa que todo aquello se le está escapando de las manos y justo en ese momento, toma una decisión: El primer ritual que va a eliminar es ese, se acabaron las reuniones de amigos y la visita a sus padres cada martes o viernes 13, le quita demasiado tiempo.
        Con esa idea fija en la mente, apaga la luz con la mano izquierda, ajusta la sábana justo hasta la barbilla, alineada, con el embozo doblado y alisado. 
Esa noche duerme satisfecha, ahora sí lo tiene todo bajo control.
                       
                                                                      

domingo, 25 de agosto de 2019

LA ILUSTRADORA

Agosto

De niña descubrió la gran habilidad que se escondía entre sus dedos y en los ojos con los que miraba el mundo. Necesitaba pintar los paisajes que un día habían existido, dejar registro de lo que había sido aquel planeta con la esperanza de que algún día sirviera de modelo para su reconstrucción. 
A su alrededor el asfalto era cada vez más gris, los verdes más mortecinos y sucios, el aire contaminado no dejaba ver el horizonte. Amante de las voces suaves, las conversaciones pausadas y las manos tendidas, sufría por el griterío que recorría las calles y empezó a salir poco. Para respirar tan solo necesitaba su bloc y los colores. Llenaba páginas con cielos azules sobre mares turquesas, campos verdes entre ríos y bosques salvajes, acantilados, flores, lianas, animales, aire limpio.
Se acostumbró a enviar sus ilustraciones por mensajería, se hacía llevar la comida, dejaba la ropa sucia en la entrada y se la devolvían limpia. Con el paso de los años su nombre se transformó en leyenda, se decía que no existía, que era un montaje publicitario para vender sus lienzos de paraísos perdidos.
Un día el mensajero dejó de recibir encargos de recogida, nadie sacó más ropa sucia, ni retiró la última entrega de la lavandería. La correspondencia se fue acumulando en el buzón y cuando ya caían los sobres por el suelo, un grupo de niños y niñas se decidieron a desvelar el misterio. Se acercaron sigilosos hasta el porche de la vieja casa, el más pequeño se atrevió a llamar. La puerta se abrió sola. Un fuerte aroma a bosque, hierba y flores salió del interior, oyeron el susurro del viento y el canto de los pájaros. 
Dieron unos pasos tímidos primero, pero la atracción del lugar les hizo olvidar las normas y caminaron hasta el descanso de la escalera de caracol que ascendía girando alrededor de un gran árbol. Elevaron la mirada, la pasearon por techos y paredes y quedaron durante largo rato mudos contemplando la obra de toda una vida. La vegetación se había escapado de los grandes lienzos, los pájaros volaban sobre sus cabezas, oyeron excitados gritos de monos y el discurrir de un río. Los niños se apretaron entre ellos, pero la belleza del lugar les fue serenando y decidieron buscar a la venerada ilustradora. 
Nadie les creería, pero ellos no olvidarían jamás su sombra acomodada en la gran rama de un árbol. El niño más pequeño la llamó y un suave viento agitó las ramas para despedirse

                                                                                               Dedicado a:  El Amazonas

domingo, 28 de julio de 2019

TRÉBOL

JULIO


Se acercó arrastrando los pies hasta la máquina expendedora y miró a través de la sucia transparencia de cristal. Alguien había enganchado pegatinas y escrito con pintura frases soeces. En una de las esquinas, resbalando hasta el suelo, había restos de orina, una bolsa de regaliz vacía, dos tapones de plástico y un clínex arrugado.
Volvió a levantar la mirada para localizar la botella de agua entre los otros refrescos. Tenía un bonito diseño azul, con una etiqueta en la que un trébol brillaba cubierto por brillantes gotas de rocío. Se relamió los resecos labios. 
Recordó entonces las continuas discusiones en las que él se negaba a entrar. Estaba cansado del discurso ecologista al que su mujer se había apuntado. Por eso no había querido ver aquel documental.
–Te lo crees todo –había protestado–, ahora toca vendernos que el plástico es malo y que somos unos comodones irresponsables.
No tenía nada de acomodado él, trabajaba todo el día, pagaba sus impuestos y no hacía daño a nadie.
–¡Fanáticos! –había rugido antes de dejarla sola.
Sonrió al recordar la expresión de ella. Era una idealista, siempre lo había sido.
Extrajo una moneda del bolsillo y la introdujo en la ranura. Apretó el botón número trece, oyó un ruido sordo, un crujido, la botella de plástico se adelantó un poco y cayó por una pequeña rampa, hasta colarse por la boca de salida. Al tocarla notó que no estaba fría, chasqueó la lengua decepcionado; aun así, desprecintó la botella y al beber resonó en su mente la última frase de su mujer:
–Las partículas de plástico ya circulan por nuestra sangre.
Él se había reído. 
Notó una extraña sensación, como si pequeños sellos se pegasen a las paredes del cuello, la faringe, el estómago. Percibió que el agua se filtraba a través de las células que encontraba a su paso; que los labios se alargaban y afinaban. Los pulmones se hincharon, luego se pegaron a la caja torácica, como cada uno de sus órganos. Miró sus manos, que se fusionaban con el botellín que sujetaban y quiso gritar, pero sus cuerdas vocales no lograron vibrar y quedó con una expresión estúpida, la boca redonda y vacía. Clavó los ojos en los pies, habían perdido los zapatos, se ensanchaban y emitían un chirrido agudo al mudar la piel y adoptar una textura inquietante. 
Un instante antes de que ocurriera, presintió la llegada de la hecatombe. 
Reconoció el repentino ruido, lo había oído mil veces, él lo había provocado casi a diario en su cocina. Un fuerte crujido que resonó en la carcasa en que se había convertido su cuerpo. Su mirada cayó en picado porque lo hicieron sus ojos, como todo él. Un resto de agua se vertió por el suelo y quiso beberla, pero su lengua no pudo moverse, atrapada en la etiqueta del trébol.
A primera hora de la mañana, el barrendero municipal vio la botella prensada, tirada sobre el resto de orín, junto al clínex y los otros restos. Arrugó la frente malhumorado por la dejadez de la gente, la arrastró con la escoba hasta la pala y la introdujo en el contenedor de plástico. 


El barrendero no oyó el desesperado lamento que se unía a los demás. Pronto el contenedor estaría lleno y los desplazarían a un nuevo destino.

domingo, 30 de junio de 2019

EL TRONO DE LA SABIDURÍA

Junio

Peinaba sus trenzas cuando sintió el repentino cambio en la atmósfera, una presencia poderosa que partía, un mensaje que debía entender. Quedó muy quieta para absorber los elementos, hasta que percibió la brisa que llegaba del jardín. Se descalzó antes de caminar con suavidad, con los brazos a lo largo del cuerpo y las manos abiertas hacia el frente. Cuando sintió la hierba bajo sus pies, cerró los ojos y esperó. El aire se detuvo, pero una caricia recorrió desde los hombros hasta las yemas de los dedos, donde la electricidad fue difícil de soportar. Abrió los ojos y los fijó en la mecedora que oscilaba junto al contenedor.

La arrastró hasta el jardín, a la sombra del sauce y la miró con el espíritu sereno. La mecedora inició un leve balanceo, ella aceptó la sutil invitación: le dio la espalda y con la suavidad con la que habría acariciado una flor, se sentó. La ligereza de su cuerpo fue inmediata, una energía dulce, intensa y poderosa entró desde los omóplatos, inundó los pulmones, el corazón y desde ahí se extendió por todo su ser. Atendió al suave murmullo, fuente de sabiduría llegada de almas generosas que habían emprendido el vuelo. 
No rechazó la gran responsabilidad, quedaría ella para transmitirle al mundo la urgencia de un cambio de conciencia si querían salvarse. A ello dedicaría hasta su último aliento y cuando los profundos surcos de su rostro se asemejaran a los de la tierra, buscaría otra alma pura para cederle el gran trono de la sabiduría. 

                                                                                Dedicado a:   Greta Thunberg 
                                               

domingo, 26 de mayo de 2019

HUEVOS ROTOS

Mayo 


La mujer entra en la recepción del Hospital, lleva la tarjeta en la mano, la pasa por la máquina lectora. Puerta G. Piensa que debe ser una broma, pero busca por orden alfabético, hasta entrar en la zona que indica: “Peligro, posible radiación”. Es un pasillo con puertas bautizadas por letras. Avanza hasta encontrar la suya, cinco sillas blancas la enfrentan, no hay nadie. Sobre la puerta aparece iluminada una combinación de letras y números. Debe esperar.
No tarda en salir una mujer de su misma edad, pero más voluminosa. ¿Le habrá dolido?
No le pregunta.
Las combinación de números y letras cambia, es su turno. Entra en una pequeña antesala sin ventilación, huele a humanidad. Una silla en una esquina, una percha, un espejo en el que desestima mirarse. 
Una voz masculina la llama por su nombre. Entra en la sala contigua. Hay un hombre joven, vestido con pantalón y bata verde; no levanta la vista de la pantalla para anunciarle que va a hacerle algunas preguntas. Rápido y aséptico, él pregunta, ella responde. A su lado, la temida prensa espera silenciosa.
Tras el interrogatorio, recibe la fría indicación de desnudarse de cintura para arriba. Obedece, aquella es una citación oficial. Es por tu bien.
La mujer se coloca delante de la prensa. Él, con las manos enfundadas en guantes de goma, coge uno de sus pechos, lo coloca sobre la plataforma,  presiona a la mujer hacia delante. Le pide que ladee la cabeza, las manos al lado del cuerpo. No se separe. Ella no se separa. Él hace descender la parte superior de la prensa. La mujer siente un intenso dolor. Se queja.
El joven habla con voz mecánica.
−Pues no he empezado a apretar.
Él se sienta frente a una pantalla, la prensa aprieta, milímetro a milímetro. La mujer siente las fibras de la piel, la carne, toda la materia de su pequeño pecho. Piensa que se está rompiendo algo, desde la raíz. Los segundos son eternos. Luego la prensa libera el pecho y ella se cubre con los brazos. Él se levanta para manipular la máquina, también a ella. Con su mano enguantada coge el otro pecho, como trozo de carne sin vida; vuelve a empujarla contra la superficie, que los pies rectos, que ladee la cabeza, que no haga fuerza. 
La mujer no puede resistir un nuevo lamento cuando siente que la prensa vuelve a  oprimir. Sabe que cuando él se oculte tras la pantalla, la presión será insoportable. Así es. Los nervios hacen que sude, está enfadada.  Se le escapa una palabrota. Él joven vestido de verde no se inmuta. Ella piensa que si la ciencia puede fotografiar la superficie de Marte, seguro que podría encontrar una prueba menos violenta y agresiva. Las mujeres lo aguantamos todo. 
Él vuelve a levantarse para ladear el cabezal de la prensa y oprimir ahora de forma vertical, un pecho, ahora el otro. La mujer se concentra en aguantar las lágrimas por el fuerte dolor y no puede evitar preguntarse si no habrían buscado otro sistema si las partes apresadas, estrujadas y irradiadas, fuesen un par de testículos. Hombres en fila prensando sus partes nobles.
No se lo pregunta a él, seguramente no tiene en su sangre más que sistemas científicos, sin un ápice de humanidad.
Aquella noche, con el pecho dolorido, sueña que viste una bata verde y que maneja con frialdad una prensa para huevos; que las cáscaras se rompen y la clara y la yema resbala por la superficie, hasta el suelo, donde se forma una masa viscosa, amarilla y transparente.

#EllaMeInspira
           #SheInspiresMe
         #SomDones

          

domingo, 28 de abril de 2019

PEREZA

ABRIL

Pensaba en ello durante los días anteriores, para mentalizarse y facilitar el paso definitivo, pero se encontraba a gusto en pijama y zapatillas. Calzoncillos no, nunca llevaba, un trabajo menos. El problema principal era desabrochar los botones del pijama, tenía tentaciones de arrancarlos, pero se contenía.
Aquel domingo había despertado más perezoso que nunca. Hacía media hora que estaba sentado en su taburete, mirando la ducha y todos los elementos que le rodeaban. Los dedos gordos del pie apresaron al fin la mirada y quedó así, inerte, hasta que el frío empezó a entumecer los huesos. Oyó a los lejos  los pitidos del final del programa de lavado; en unos minutos podría ir a tender la ropa. Ese pensamiento le dejó agotado, pero pensó que se arrugaría, que sería difícil evitar el planchado si no espabilaba.
Abandonó el baño con cierto alivio, arrastró los pies hasta el lavadero y vació el tambor en un gran barreño, procurando esponjar la ropa para evitar más marcas de arrugas. Le envolvió el cálido vapor aromatizado de lavanda que nubló aun más sus ideas. Sonrió complacido ante la agradable sensación. Detuvo todos sus movimientos y ajustó la repentina idea. Parecía sencillo, el tambor era grande, él muy delgado y pequeño. 
Programó un lavado de ropa delicada y retardó diez minutos el inicio. Tuvo la precaución de poner jabón para bebés y en el cajetín del suavizante un poco de colonia. Se desnudó en medio de un gran bostezo y entró con cuidado: primero la cabeza, después los brazos para ayudar al resto del cuerpo, por último los pies. Ajustó la puerta de un golpe, se abrazó a las rodillas, cerró los ojos y pensó que quizás con el calorcito del agua, podría echarse un sueñecito.
Así consiguió el descanso eterno.

domingo, 31 de marzo de 2019

SALVAJES

Marzo

El notario les tendió una mano fría y lánguida. Pablo, como en un sueño, distinguió una forma vaporosa y negra a sus espaldas. Alas, se le escapó. Parpadeó para enfocar mejor la imagen, se concentró en el rostro macilento del notario y vio el extremo puntiagudo de su nariz apuntando hacia él; unos ojos  diminutos, negros y brillantes le miraban fijos. Notó en ese instante que la blanda mano del notario se afilaba, que los nudos de los dedos se estrechaban y las uñas se curvaban. 
Miró a su novia y las pecas sobre su rostro le trajeron el recuerdo de las tardes bajo el sol. Comprendió que estaban a tiempo, que podían salir de aquel despacho y volver a la frescura de sus risas, sin más. Temió el poder hipnótico del canto monótono del cuervo. Ellos olvidarían hasta la noche de los tiempos, que un día habían sido salvajes, que habían corrido desnudos con la promesa del cielo y las estrellas en la bóveda de sus noches.
El cuervo no desplegó las alas cuando saltaron por  la ventana.

jueves, 28 de febrero de 2019

FRIO

FEBRERO

La llave emitió un sonido de vacío dentro del apartamento. Empujó la puerta y la cerró a su paso; el eco se prolongó entonces por el pasillo, hasta estrellarse en el gran comedor. Oyó sus propios pasos repicar en el brillante suelo, se dejó caer en el sofá. Un momento –pensó– sólo un momento
Miró a su alrededor, era un hermoso ático, siempre impecable y ordenado. Aquella noche se sentía abatida, un cansancio que iba más allá de los miembros y la mente. Apresó el mando, pulsó el interruptor: voces ajenas se expandieron entre las paredes. Fijó los cansados ojos en las imágenes en movimiento, dejando pasar el tiempo, sin más. 

El brillo en la mirada de aquellas gentes, captó de forma especial su atención. Enderezó la espalda, subió el volumen y atendió a las explicaciones del  matrimonio envejecido, de surcos en los rostros y gruesas lanas cubriendo las cuerpos. Luz, tenían luz en la mirada; hablaban de vacas, sus vacas y sus cuernos. Estaban enfadados con la costumbre de cortar y quemar la raíz de sus cuernos y en su lucha por hacer entender lo que aquellos apéndices significaban, ella vio toda la fuerza, el compromiso y amor que hacía años no veía a su alrededor. Se sintió esperanzada, todavía era joven, podía intentarlo, quitarse aquel desangelado frio del alma.
No apagó la televisión, dejó atrás el salón, cruzó el pasillo, cogió su bolsa de mano y salió a la amplia escalera del edificio que descendió con prisa. La calle estaba vacía y oscura. No le importó, ajustó su chaqueta y empezó a andar. No sabía cuanto tardaría, pero sí a donde conducía sus pasos: al norte, a aquel lugar de esperanza en el que las gentes luchaban por los cuernos de las vacas. Tal vez entre ellas dejaría de sentir tanto frio.

domingo, 27 de enero de 2019

SAPUKO

ENERO


Empezó a llover de nuevo. Hacía días, semanas, que caía una lluvia intermitente. El pesado fardo que cargaba,  estaba empapado y no sabía cómo secar sus únicas pertenencias. 
Era incapaz de comprender dónde estaba la lógica de todo aquel desquiciante asunto. Había salido una mañana a trabajar, a su regreso, otros habitaban su hogar. Había acudido a la policía, a los juzgados, al despacho de un abogado que anunciaba sus servicios en las páginas de los diarios. Es cuestión de tiempo, sea paciente. Lo era, un hombre paciente y bueno. 
Se le ocurrió un día plantarse frente a la gran casa del pueblo, donde los políticos articulaban unas leyes que suponía al servicio de las buenas gentes. Paciencia, le decían una y otra vez, estas cosas requieren paciencia.
Una noche, mientras dormía en el recinto de un cajero, alguien se llevó lo único que le quedaba. Sintió que su último resto de dignidad había sido pisoteado. Tomó una determinación. Se dirigió a las oscuras calles de la perdición, preguntó a los desahuciados de la sociedad, se dejó guiar por la voz rota y los dedos temblorosos que le señalaron la puertucha de un bar. Entró, hacía peste y estaba sucio. Caminó hasta el fondo, se plantó en un rincón oscuro, frente a un hombre que daba la espalda al mundo. Cubría sus rasgos con barba, bigote, gafas y un gorro gastado y mugriento. Habló. El hombre sin rostro asintió, apuntó una cifra en un papel y se la mostró. Tardaría horas en conseguir aquella suma, pero volvió con los billetes doblados entre la página de anuncios de un viejo diario. 
En las horas que siguieron, fue la sombra del hombre sin rostro. Le siguió hasta su propia casa y esperó paciente a que los intrusos salieran. Con el corazón enloquecido, vio al hombre sin rostro reventar el candado. Entraron juntos en el domicilio, violado hasta el último rincón, sucio, embrutecido, pero suyo. Cuando el hombre se fue, cerró los pestillos, bajó las persianas y tanteó la pistola en el fondo del bolsillo.