jueves, 30 de abril de 2020

EL BALCÓN

Se ha cansado de estar sola, lleva demasiados días sin estar con sus amigos. Se ven a través de video llamadas, con las conversaciones interrumpidas o atropelladas; a veces las expresiones se paralizan y quedan como muñecos sin cuerda; otras se cuelgan, las caras quedan borrosas, la voz parece encallarse. 
Da vueltas por el piso, las paredes amenazan con cerrarse y aprisionarla todavía más. 
Entra en el comedor, sus padres están sentados delante de la tele, como si no fueran ellos, extraños, no hablan, no se mueven. Se acerca un poco para mirar sus ojos, los tienen abiertos, fijos en los “expertos” que hablan nerviosos, porque las cosas están difíciles y sólo hablan de afectados y enfermos y caos;  no quiere oírlo. Al pasar junto a la mesa mira de reojo un puzle a medio hacer, unos botellines de cerveza, un plato lleno de cáscaras de pipas, un sudoku sin acabar, un currículum arrugado y un sobre con la solapa abierta; no lo ha leído, pero sabe lo que contiene. Por un tiempo, sus padres no podrán ir a trabajar. 
La casa les pone nerviosos. 
Ella piensa que si apagaran un rato la tele, el cerebro podría descansar, las ideas se ordenarían y tal vez la verían a ella, que desde hace veintiocho días no sale de casa, no ha vuelto a ir al instituto y debe estudiar y hacer deberes con una conexión desastrosa. Muchos días debe rendirse, entonces se refugia en sus dibujos. Se lo ha dicho a sus padres, que no puede conectar con las clases virtuales; lo hizo los primeros días, su padre aseguró  que los vecinos eran culpables de las interrupciones, que seguro que se conectaban a su red de wifi.
−¿Les has preguntado? 
Su padre no la había mirado para asegurarle que él era un padre de familia responsable y no pensaba poner en riesgo la salud de su familia, que en la casa de los vecinos eran muchos y de los peligrosos. No lo había entendido. Su madre había añadido que ella tampoco debía acercarse. 
−¿Por qué?
−Sacaron a los abuelos de la residencia, el padre es mensajero, la madre enfermera, tienen un hijo retrasado y otro que trabaja en el súper –había mirado el techo como si valorase algo−. Ni se te ocurra acercarte.
−Vale –había dicho para acabar con el tema.
Ya han pasado muchos días y los “expertos” están cada vez más excitados. El mundo entero está en peligro.
No lo soporta. 
Su bloc de dibujo es un buen refugio, pero está cansada del murmullo de la televisión y del pequeño espacio de su habitación, así es que sale al balcón. Sus padres no la ven pasar. 
            Cierra la puerta corredera y se asoma a la baranda. Están en un séptimo piso, tiempo atrás habría visto coches, motos, gente. La calle está prácticamente vacía. Mira hacia el otro extremo, ve de reojo un movimiento en el balcón vecino. Es un chaval que debe tener su edad, no lo conoce, porque no va al instituto del barrio. Lleva un pendiente en la oreja y le sonríe, los ojos le brillan al hacerlo. 
            −¿Eres el retrasado? –le pregunta.
            Es una provocación, pero a él parece divertirle. Se queda desconcertada, le parece más vivaz que retrasado. Mira a sus espaldas. A través de la cortina ve a sus padres en el sofá. 
Se acerca un poco a él, que se ha pegado a la celosía que separa los balcones. Ella piensa en el metro y medio, lo calcula a ojo y se sienta con las piernas colgando en el vacío, con las manos sujetas en los barrotes y la cara ladeada. Él la imita. Hablan y ríen, es como una brisa que alivia el peso de tantos días encerrados. 
Se fija en la libreta que él lleva entre las manos y él se la tiende. La coge, la frota con la ropa y él sonríe por sus precauciones.  Le gusta el contenido, ella no entiende de música, pero aquellas partituras le parecen muy expresivas, ricas, llenas de anotaciones, garabatos, correcciones. Él le explica que no puede dejar de hacerlo, que la música suena en su cabeza, por eso la apunta en su libreta. 
−En el insti me llamaban el retrasado, por eso lo dejé. 
Ella le pide que no se mueva y corre a su habitación. Levanta el colchón y saca uno de sus blocs, el último, el que casi ha llenado desde el primer día del encierro. Es su secreto. Sus padres le dicen que se prepare para el bachillerato, que estudie matemáticas y ciencias y tecnología, que ahí está el futuro. 
            Le tiende el bloc y siente un calambre, como una sacudida emocionante. Sabe que sus dibujos son buenos. Él los mira con mucha calma y asiente, le dice que es una artista. Ella vuelve a mirar las partituras, son mágicas, tienen fuerza.
            −Parece la música de mis dibujos –susurra.
            En ese momento suenan las campanas. 
Son las ocho.
            Los balcones se llenan deprisa. Sus padres también salen del comedor, la ven sentada en el suelo, la llaman con urgencia, como si corriera peligro en el abismo. Mira un instante a su nuevo amigo y le susurra su nombre. Él responde murmurando el suyo y se levanta para unirse a sus abuelos, a su hermano y a su padre, el mensajero. La madre enfermera no está, casi siempre está en el hospital.
            Los aplausos se multiplican, silbidos, música, algunos bailan. Sus padres aplauden entusiasmados, palmean sobre la baranda, saludan a los vecinos de enfrente y ella no puede dejar de pensar que sus padres hacen teatro. 
Intercambia una señal con su nuevo amigo, asienten. Aquella noche se encontrarán allí mismo, llevarán mantas, por la noche corre aire a aquella altura. Está emocionada, una cita. 
−A un metro y medio –murmura.

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