martes, 31 de marzo de 2020

COVID-19

Caminó decidido hasta el hospital y en recepción  preguntó por el responsable, pero nadie parecía dispuesto a atender a un niño de once años, estaban demasiado ocupados. Se escurrió hasta Urgencias, donde el cosquilleo en las manos se hizo insoportable. Miró al joven administrativo que se protegía apenas con una mascarilla un poco gastada por el uso. Se acercó, fue instantánea la sensación. 
−Estás contagiado –le dijo.
El administrativo empalideció, miró a lado y lado y le dijo que debía ser acompañado por padres para ser visitado.
−Yo no tengo síntomas, pero puedo decirte quienes están contagiados, sólo tengo que pasar por su lado.
Los ojos del administrativo parecieron sonreír, pero fue un momento, luego parpadeó, miró hacia la sala, de nuevo al niño.
−¿Por qué no te vas a tu casa? Deberías estar confinado, no se puede salir.
−¿Sabes que hay perros que huelen el cáncer? 
El joven asintió, cada vez más perplejo.
−Yo no, pero si estoy cerca de un enfermo del virus noto un cosquilleo en las manos –encogió los hombros−. No sé porqué, pero lo noto.
El administrativo carraspeó un poco y se llevó la mano a la frente.
−El dolor de cabeza y la flojera es por el virus, pero si me das las manos, te recuperarás.
El administrativo miró la pantalla del ordenador, como si buscara allí las pautas a seguir en casos como aquel. Luego los ojos del niño parecieron hipnotizarle, miró sus pequeñas manos y extendió las suyas.  Sintió un calambre prolongado que recorría todo su cuerpo; poco a poco, se redujo el agotamiento y el dolor de cabeza.
Los usuarios de Urgencias que estaban más cerca habían oído al niño y habían visto aquella especie de sanación. Uno de ellos se acercó.
−Sólo está constipado señor, debería irse a casa –le dijo el niño.
Hubo una excitación general, hasta que el administrativo avisó a sus superiores y la noticia corrió entre los distintos estamentos del hospital hasta llegar al despacho de la directora. Ya no hubo forma de frenar el rumor. ¿Qué perdían con comprobarlo? 
El niño acertó en cada uno de sus pronósticos. 
Fue reclamado por el gobierno de la nación y pronto por el de las naciones. El niño era la salvación, no sólo de la pandemia, también de la terrible crisis económica que ya nadie se atrevía a negar. Los esfuerzos por encontrar la vacuna tardarían en dar frutos, pero el niño tenía un don. Quizás, si descubrían de dónde salía aquel cosquilleo en sus manos, podrían hacer clones y distribuirlos por los países de todo el mundo; mientras eso no llegase, lo tendrían a él. Algunos científicos aseguraron que aquella propuesta presentaba grandes dificultades y estaba también el aspecto ético que debían considerar con mucho cuidado antes de diseñar una estrategia. 
−¡Es una cuestión de Seguridad Mundial! −exclamó uno de los grandes presidentes. 
Todos asintieron, la pandemia se estaba descontrolando. 
−¡Política de guerra! − sentenció otro presidente de un gran país.
El niño, agotado, les pidió que le llevaran a su casa, pero lo encerraron en un Centro Militar de Máxima Seguridad. Le explicaron que era una cuestión de emergencia sin precedentes, que él pertenecía ahora a la humanidad, que a cambio recibiría medallas y honores de Estado.
En los despachos siguieron reunidos para decidir cómo distribuir aquella energía; qué laboratorio se llevaría los permisos para realizar los ensayos pertinentes; qué medidas adoptar en los lugares más afectados. Los intereses eran múltiples y divididos. Las reuniones se alargaron durante interminables días. Ante la imposibilidad de cerrar acuerdos, decidieron que cada país propondría una estrategia con un profundo estudio de todos las derivadas y consecuencias. Era un asunto de máxima complejidad, no debían precipitarse.
 Mientras, los hospitales habían colapsado, las calles se habían vaciado y los servicios de emergencia de cada uno de los países, agotados y sin repuestos, siguieron en primera línea  sin equipos de protección ni diagnóstico.
El niño siguió soportando interrogatorios y múltiples ensayos que le fueron debilitando. Poco a poco, la energía de su cuerpo se evaporó entre agujas y cables y sus manos dejaron de cosquillear.


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