domingo, 26 de abril de 2015

LUQUITA

EL ANUNCIO
Cuento nº 5
http://www.bubok.es/libros/211187/El-Anuncio
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        Luquita tuvo siempre una extraña relación con sus pies. Ya en la cuna, le parecieron dos feos apéndices al final de sus gorditas piernas.  Luchaba  contra la particular ley del equilibrio de los bebés hasta que lograba sujetarlos con sus manitas y llevarse una de aquellas bolitas con uñas a su boca. Eran mejor que el chupete, no tenían aquel gusto tan desagradable y además eran blanditos y suaves. A causa de su breve experiencia y sus cortas entendederas, característica que se prolongó a lo largo de toda su vida, olvidaba una y otra vez que formaban parte de su cuerpo, que como el resto tenían terminaciones nerviosas y si los mordía, sus llantos despertarían al señor Lucas, su padre, uno de esos hombres eternamente agotados, enfadados y desaliñados. La señora Luca, madre de nuestra protagonista, mujer de escasas letras y antiguas costumbres, vivía pegada a la radio, sus zapatillas y sus rulos y sólo cambiaba de estilo para ir a la misa dominical, momentos de descanso para los que tenía reservado su mejor vestido, de lana en invierno, de seda en verano. El resto de la vida la pasaba entre los trajines de la casa, la compra y doblando y ensobrando papeles, un “trabajillo”, según decía su marido, que le había buscado  para ayudar en la economía doméstica. 

         Luquita, apenas salía a pasear, porque sus pies aun no la sujetaban, sus entendederas no se lo permitían y sus padres no la llevaban. A falta de pájaros, hojas de árboles y sol, se concentraba profundamente en el control de sus misteriosos apéndices. Asía un pulgar del pie, lo miraba con sus ojillos bizcos, reía al imaginarlo en su boca y luchaba contra su redondito cuerpo que se negaba a doblegarse como ella quería. Su madre la miraba de reojo, pero seguía ensobrando, con la sonrisa pintada y la mente lejana. Tras el mordisco venían los llantos y después los gritos del señor Lucas, que aparecía por el pasillo en calzones y rascándose la calva, jurando y maldiciendo. A Luquita se le cortaba la risa, pero se sujetaba con fuerza a los pies que con tanto esfuerzo había alcanzado y quedaba así, como petrificada, hasta que él desaparecía de nuevo de su campo visual.
       A su padre se lo tragaron las calles el día en que la niña olvidó que le había salido un diente y el dedo meñique empezó a sangrar. Los berridos del querubín se oyeron desde la plaza, donde el señor cura rió por debajo de la nariz. Su madre saltó, perdiendo las zapatillas, todos los papeles se esparcieron por el suelo y ante la blanca lluvia, la niña aplaudió entre risas. Su padre salió rugiendo, pasó de largo por el comedor y abriendo la puerta de golpe, desapareció, en calzones y zapatillas. Esa era la última imagen que Luquita guardaba de su padre. 
        La señora Luca, que había vuelto a enmudecer, curó la pequeña herida, recogió los papeles y sobres del suelo y volvió a sentarse entre sollozos. La remesa de aquel día le llegó rechazada por problemas de humedad, así es que la mujer pasó toda una tarde planchando  sobres mientras Luquita descubría que los dedos de sus pies se separaban y juntaban y entre ellos podía sujetar cosas… incluso podía coger fuertemente el cable de la plancha y tirar de él. Fue un golpe seco y no se sabe si Luquita se puso o no bizca en aquella ocasión, pero a partir de aquel día, el pie derecho de la niña lució una brillante y sonrojada mancha, consecuencias de sus particulares investigaciones. 
      Cuando empezó a ir al colegio, la obsesión por sus pies se extendió a los ajenos. Se escondía bajo las mesas y los observaba en silencio, los de sus compañeros de pupitre se parecían a los suyos, pero eran más alargaditos y no tenían manchas rojas. Los de la señorita, eran de uñas cambiantes, un día rojas, otro blancas, algún día rosas y un día en el que el vestido era verde, la señorita se calzó con unas preciosas sandalias verde lechuga y pintó sus uñas del mismo color. Para Luquita aquello fue una revelación y decidió que cuando fuera mayor, nunca llevaría calzones como su padre, pero sobre todo, no vestiría a sus pies con horrorosas zapatillas de cuadros o flores. 
        Lo que la pequeña no sabía era que no tardaría en perder de vista el único  calzado fino de su madre y con él, el resto. La señora Luca se enamoró sin remedio del nuevo sacerdote de la parroquia y él, entre sedas y lanas, encontró el camino a la felicidad que no había hallado embutido en la oscura sotana. Así Luquita, que ya por aquel entonces tenía diecisiete años, vació el armario de su madre y se prometió llenarlo únicamente de cosas bonitas. En ese punto, ya sea por la inercia de tantos años o por la conexión de ideas, miró con lástima sus pies. No nos engañemos, Luquita tenía los pies más horrorosos que nadie pueda imaginar. Ella los cuidaba tanto como podía, frotaba con piedra pómez las duricias, ponía crema y parches en los juanetes y  limaba y pintaba las uñas para tapar su fastidioso problema de hongos. De los pelillos de los dedos y el empeine se encargaba la cera caliente, una vez por semana, porque la moza había salido tan peludilla y contundente como su padre. Su madre, antes de desaparecer,  había tratado de mejorar los problemas de pies planos de su hija, pero a pesar de los ortopédicos zapatos que le había comprado por indicaciones del especialista, la cosa no mejoró. 
        La cuestión es que a partir de la desaparición de la señora Luca, nuestra pintoresca protagonista decidió tirar también aquel horroroso calzado que el pálido podólogo le había recomendado. Sonrió feliz ante la bolsa de basura repleta de zapatillas de cuadritos, flores, rulos, batas y particularmente, los zapatos ortopédicos y con los pinreles al aire, caminó hasta el contenedor, donde arrojó diecisiete años de vida poco estilosa. Palmeó sus manos, sonrió al sol y se prometió hacerse con una buena colección de bonitas sandalias de colores, botas, botines y zapatillas de raso con borla blanca. Sus pies, como si pudiesen ir más allá de pisar el suelo y soportar el peso del cuerpo al que les habían condenado a llevar, se encogieron un poco, se apretaron los dedos y las uñas parecieron querer clavarse en la tierra. Fue una señal a la que Luquita no prestó atención. Estaba absolutamente determinada, la imagen de su maestra de primero, caminando con gracia, elevada en sus verdes sandalias, no se había borrado de su mente. Quería ser como ella y a sus pies, sólo les quedaría aguantar.
      Como todas las cosas importantes, no fue nada fácil. En el pueblo, la única zapatería se había ido amoldando a los gustos o necesidades de sus habitantes, demasiado ocupados con las tareas del campo y la casa como para reparar en tendencias de moda. Luquita pensó en ir a pasar un día a la gran ciudad, pero disponía de poco dinero y si lo gastaba en su viaje, no tendría suficiente para su colección.
        - Empezaré con un par. – Se dijo.
       Y es que no le quedaba más remedio, su trabajo como limpiadora no le daba para mucho más que los gastos de la casa y la manutención. Tras mucho pensarlo, decidió hacer una visita a la biblioteca y buscar entre la prensa del día, las secciones de anuncios. Muchas tardes, sus ojos se pasearon por las pequeñas letras, se divertía particularmente con los de relax. Al principio se sonrojaba y pasaba rápido la página, miraba a su alrededor convencida de que mil ojos se habrían clavado en ella acusadores, pero el personal estaba concentrado en sus propias cosas, nadie la miraba. 
        Más relajada siguió leyendo:



                 *  Estoy a tu servicio, me gusta experimentar, soy toda tuya.
                    Te espero.

                 * Soy especial, me gusta jugar... hasta el final, sin manías.
                   ¿Quieres que nos filmen? ¿Tres, cuatro? ¿Chicos, chicas?
                   Lo que quieras. Todo para ti.

                 * Recién llegada al país, deseosa de conocer vuestras
                   costumbres. Alumna aplicada, siempre hago lo que 
                   me pide el maestro.



        Pero una tarde, sus ojos vieron algo especial:



                 * No me verás, no me oirás,
                    pero sentirás como nunca lo has hecho.
                    Experimenta con tu propio placer.



        Así fue como Luquita decidió cambiar de profesión. Si la limpieza no le daba para llevar la vida que siempre había deseado, tal vez el mundo del masaje erótico sería la solución. Parecía sencillo, sus pies estaban allí abajo, muy lejos de sus órganos más sensibles, el resto no tenía que hacer nada, sólo sus pies. Llevaba toda la vida experimentando con ellos, ¿por qué no ir más allá? Los vestiría para el placer, los perfumaría  y entrenaría, luego tan solo debería tener la prudencia de tapar los ojos de sus clientes o clientas. Ellos harían el resto. 
Luquita nunca dudaba cuando veía algo claro, así es que redactó y rompió decenas y decenas de anuncios, hasta que creyó haber conseguido exactamente lo que deseaba. Entonces llamó al teléfono de contacto de la sección de “El lector anuncia” y dictó:



                 * Nada igual, goza con los ojos vendados.



     Al final de la semana, Luquita había recibido tres llamadas telefónicas y pensó en lo bueno que sería agruparlas en una misma tarde, lejos de su casa y del pueblo. Sabía que su nueva ocupación no sería bien vista por sus vecinos, así es que decidió buscar un lugar para sus citas, nuevamente entre los anuncios por palabras.



                * Limpio y discreto, ático en el cielo pensado para el placer.
                  Habitaciones por horas.



        Y así fue como el viernes de aquella decisiva semana, Luquita acicaló tanto como pudo a sus pies. Un baño de espuma, un masaje, crema hidratante perfumada, esmalte de uñas rojo pasión…
        - No hay nada que os pueda hacer graciosos. – Susurró. - ¿Cómo podéis ser tan feos?
       A las tres de la tarde, cogió el autobús en la plaza. Viajó silenciosa y muy concentrada, con los pies algo agitados, moviéndose de un lado a otro dentro de sus horrorosos zapatos. Sabía muy bien lo que debía hacer antes  de ir al edificio en el que había alquilado una habitación. No iba a permitir que nada fallara en su primer día de trabajo, buscaría una zapatería para comprarse un calzado apropiado para la ocasión. Sus pies dieron un brinco inesperado y ella rió como un sifón, porque de su mente había surgido la imagen de su madre perdiendo las zapatillas, los blancos papeles volando y su padre en calzones cruzando el pasillo. No se dio cuenta de que, ante esa imagen del pasado,  sus ojos se extraviaron como cuando era niña, uno mirando hacia el norte, el otro hacia el sur.
     Sintió una cierta agitación ante el lujoso escaparate y se acercó dando brinquitos, frotando las manos, dejando escapar entrecortadas risitas que se cortaron en seco cuando el primer precio de uno de aquellos hermosísimos pares de zapatos, se cruzó con su mirada. Bajó la cabeza, secó su risa y arrastró los pies en busca de una segunda, tercera, cuarta zapatería… Cuando comprendió que su presupuesto no daba para lo que ella merecía, decidió conformarse con la pura apariencia, sólo por aquella vez. 



      A las ocho de la tarde, sus pies, dolorosamente apretados por las tiritas de plástico de un precioso color verde pistacho, se detuvieron frente a un oscuro portal. Extrajo un arrugado papel de su bolso de mano y confirmó con incredulidad las señas que le habían facilitado por teléfono. Eran correctas. Suspiró, trató de mover los dedos que luchaban por liberarse del nuevo calzado y entró en el oscuro interior. Palpó con manos urgentes y le dio a un botoncito. Una luz mortecina amortiguó la penumbra. Con el corazón desbocado por los nervios, empezó a ascender los irregulares peldaños y dada su poca experiencia  en esos menesteres, inició la cuenta de los mismos. Uno, dos, tres…, quince, dieciséis, diecisiete… Los escalones se sucedían sin descanso. Miró hacia abajo, la entrada había quedado nuevamente en la penumbra y apenas veía el inicio de la escalera. El dedo gordo del pie izquierdo le dolía cada vez más, lo miró con rabia y vio la llaga que se había formado por el roce con el plástico. 
        - Estúpido dedo, si fueras más fino no te apretaría nada.  – Dijo con voz seca.
       Y siguió elevándose a las alturas, peldaño tras peldaño, contando. Treinta… cincuenta… cien. Negó con un rápido movimiento de cabeza, secó el sudor de su frente, miró la esfera del reloj y sorprendida, arrugó el entrecejo. Las diez. No era posible. ¿Se había descontado? No podía ser que llevara dos horas subiendo escaleras. Volvió a mirar el reloj y lo acercó al oído. Tic-tac, tic-tac… La maquinaria palpitaba regularmente. Su corazón no, empezaba a faltarle el aliento, tenía calor, sudaba, los pies también, los notaba encharcados sobre la planta sintética y encima se habían llenado de llagas bajo las tiras de las sandalias compradas en un bazar.
      - Tenéis algo muy importante que hacer, vais a echarlo todo a perder… - Su voz seca se había tornado también despectiva.
       Se llevó la mano al corazón, esperó unos minutos, miró a sus espaldas, oscuridad, a sus lados una pared blanca, delante, escaleras. En ese instante pensó en algo extraño, no había pasado ningún descansillo, tampoco junto a puerta alguna, ninguna voz o ruido había llegado a sus oídos. Respiró cada vez más agitada. No podía detenerse, allí no, tenía que llegar a algún lugar. Quinientos… setecientos cincuenta… novecientos noventa y nueve… El pie derecho se apoyó mal, el tobillo se torció y el estilizado tacón de color plata se rompió. Fue lo peor que le podía haber pasado. Se encabritó su corazón, le temblaron las manos, las piernas, miró la destrozada sandalia y abatida se dejó caer con la respiración ruidosamente agitada.
       Luquita, que como ya hemos dicho, siempre fue “especial”,  no lloró cuando su padre desapareció y no lloró tampoco cuando su madre se fugó con el párroco, pero había soñado durante años con poseer unas sandalias verdes de alto tacón y no había previsto, ni en sus peores pesadillas, aquel terrible final. Fue superior a ella, sintió que todo se resquebrajaba a su alrededor, se vio tan abatida, tan incapaz de comprender nada de lo que estaba ocurriendo, que no pudo contener un llanto ruidoso y nada estiloso. Buscó en su bolso de mano y no hallando pañuelo alguno, alzó las faldas de su vestido de seda y lo llevó hasta rostro. Cuando las lágrimas de toda una vida de soledad  se hubieron agotado, fue la rabia lo que brotó desde su interior, desmedida y absurda, con la que miró hacia aquellos apéndices deformes. Desde su mirada de fuego y los labios desatados, les insultó y culpó de todas las penurias de su vida y mientras lo hacía, se desprendió de las sandalias para acariciarlas y besarlas, hasta que algo extraño llamó su atención. Un hormigueo, un insoportable hormigueo se sumaba ahora al dolor de las llagas, los tobillos y el cansancio. 
        Miró con detenimiento  hacia los pies… 
        Cerró los ojos, incrédula. ¿Se había dormido? 
        Debía despertar. 
       Parpadeó… Frotó los ojos  y volvió a mirar justo en el momento en que el hormigueo cesaba con un golpe seco y sus pies se desprendían y saltaban, diríase que alegres. Mientras trataba de despertar de aquella pesadilla, los pies dieron un giro, saltaron sobre ella y alcanzaron los peldaños superiores por los que siguieron ascendiendo ligeros y ágiles. Luquita gritó, les ordenó que regresaran, que los necesitaba, que no la podían dejar allí, que formaban parte de ella y ella de ellos. Pero cuando ya su vista apenas podía distinguirlos, los pies hicieron una pirueta, picaron las plantas entre ellos y desaparecieron al fin, quedando aun su eco unos segundos. 
     Después sólo la agitada respiración y el llanto de Luquita, que esta vez sí, había quedado totalmente abandonada a su destino.
           

                                                                                                CRISTINA TIRONI MATÉ


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