martes, 30 de junio de 2020

CERRADO POR OBRAS

Por respeto a los asiduos o eventuales lectores de mi blog, debo ser honesta y cerrar, como dice el título,  por obras. Podría publicar uno de los cuentos que tengo en mis carpetas, sacarles un poco el polvo y salir así del paso, pero no lo haré. Requieren revisiones, pulidos, un poco de brillo y un toque poético. No tengo ni un minuto libre para hacerlo, así es que este mes no hay cuento. Tengo mi tiempo y la parte creativa de mi mente okupada por los habitantes, la atmósfera y el valle de mi nueva novela, un proyecto complejo y muy especial con el que me siento feliz. He apostado fuerte por esta historia, he acabado el primer borrador, lo estoy montando, corrigiendo, revisando con cariño y dedicación intensiva y exclusiva. Durante muchas horas del día habito en ese mundo que he creado y cuando salgo de él apenas queda energía ni horas para la "vida real", si es que esto que tenemos ahora no es en realidad un mundo paralelo en el que nos han metido sin ser conscientes de ello. No sé cuanto tiempo estaré sin publicar en  "El bosque de las musas",   si será por uno o tres o cinco meses, pero cuando regrese, lo haré con la energía que requiere y espero tener buenas nuevas que contaros.
Mientras, no dejéis de soñar por un mundo mejor, más justo, más equitativo, más respetuoso, más natural y ecológico, más variopinto y pintado y musicado y representado y amado. Creo en la comunidad, en la fuerza de los corazones y en la energía de nuestras manos. Pero no me llamo a engaño, el mal está por todas partes, es fuerte y destructivo, de nosotros depende detener su avance y menguar su poder. 

Las cosas importantes requieren mucho esfuerzo, no nos llegan regaladas, no surgen sin más, es un largo camino de constancia y trabajo que vale la pena, de otra forma no serían "cosas importantes".
En eso estoy y por eso hago un Intermedio, que no un Fin.

¡Gracias por acompañarme en esta aventura, por dedicarme una parte de vuestro tiempo y por haberme hecho llegar, de una u otra forma, vuestras impresiones.

¡Hasta pronto!

domingo, 31 de mayo de 2020

LA ENFERMERA

A las cinco suena el despertador, al pararlo lo tira al suelo. Ha dormido muy poco, se acuesta con el cuerpo dolorido por las largas jornadas. Cierra los ojos y las imágenes vividas en las últimas semanas están ahí: los pasillos llenos, los espacios reconvertidos, el sonido de las respiraciones al límite. A veces sueña que camina entre pacientes, extienden sus manos hacia ella y su equipo de protección se va cayendo en pedazos, la mascarilla está sucia y los guantes no tienen dedos. 
            Alguna noche se levanta para prepararse una infusión, entonces aprovecha para dar una vuelta por el piso, pero no toca nada, teme contagiar a su familia. Con la taza entre las manos se acerca a la ventana y espía, sería noche cerrada si viviera en el campo, pero en la ciudad, la noche no existe, la tranquilidad tampoco; a pesar de la aparente quietud, siente la tensión en el aire, oye a lo lejos sirenas de ambulancias. 
            Deja la taza sobre la mesa y vuelve a la cama. Recuerda a Micaela, la anciana valiente que desde hace semanas lucha desde su cama en la UCI; siempre la mira con ojos brillantes y sonríe agradecida por sus cuidados. Su marido también ha dado positivo; está junto a ella, lo ha estado toda la vida, no tendría sentido separarlos en el último tramo. 
            Da más vueltas en la cama, clava la mirada en las ranuras de la persiana, la luz artificial se filtra. Recuerda las constantes vitales de una compañera contagiada, no ha sido la única, sabe que ella podría ser la siguiente. Se frota los ojos, tiene la boca seca, las piernas inquietas no dejan de moverse, los nudos en el cuello le dificultan la respiración, a ratos, sin previo aviso, fruto de la ansiedad. En esos momentos se concentra para respirar de forma consciente, para llevar oxígeno a los rincones más ocultos de sus pulmones. 
            Hace días tuvo un encuentro, en el pasillo atestado de camillas había reconocido a un vecino, un señor amable y educado que la había mirado con ansiedad. Se había sentido culpable, porque no tenía sitio para ubicarlo, ni tiempo para detenerse a mirarle y dedicarle unas palabras amables, de ánimo.  A medio camino de la UCI había regresado sobre sus pasos, se había detenido frente a él, había cogido su mano con una sonrisa tras la máscara.
            − En seguida vienen a atenderle –le había asegurado. 
            En seguida es un término claro, se dice, significa ya, en muy poco rato, un instante, al momento. Pero aquellos días no había sido cierto, no habían podido, no llegaban, eran muchos, ellos pocos. El material había sido escaso, lo habían reciclado, se habían reinventado. Se siente traicionada por los políticos, no importa el color ni la dirección de sus promesas, la experiencia le hace desconfiar, solo cree en los hechos, las promesas cumplidas. 
            Al final de las jornadas la moral abatida se arrastra tras ella, la sigue hasta el vestuario y la observa desde el espejo cuando se quita el EPI, cuando la última mascarilla descubre su rostro desmejorado y llora. Se esconde cuando lo hace, no es bueno que las enfermeras más jóvenes, las últimas incorporadas, la vean así, pero a veces es inevitable.
Se ha despertado con la cabeza embotada, su marido todavía duerme. Sale de la habitación con cuidado, se viste, toma un café con leche, prepara un tentempié y sale a la calle con su certificado de movilidad, la mascarilla, el gel desinfectante y un pinchazo en el corazón. Sabe lo que es, ha aprendido a vivir con él, el miedo a no reconocer los rostros que han sustituido a los que no han resistido. Es uno de los peores momentos. 
Pero ese día se encuentra con los rostros sonrientes de sus compañeros, Micaela ha dado muestras de recuperación y el vecino amable y educado responde bien al tratamiento. Inspira hondo, da las gracias mirando el techo que los cobija y pinta su mejor sonrisa bajo la máscara, sabe que los pacientes la verán reflejada en sus ojos y eso les ayuda.
Entra en la 348, Micaela levanta un poco la mano, mueve los labios y la mira con un brillo intenso. La enfermera acerca su rostro enmascarado y la anciana besa la pantalla de transparente protección. Las fuerzas regresan, hará lo humanamente posible para seguir luchando por ellos, para eso se ha preparado toda la vida, para ayudar a sanar, ayudar a morir. 
Se pregunta para qué se han preparado los políticos, los que llegan arriba, los que marcan las prioridades y organizan vidas. Piensa que ella y todos sus compañeros debieron pasar difíciles pruebas, exámenes, prácticas, un largo camino de formación hasta demostrar que sí estaban preparados, pero no le parece que los políticos pasen por ese filtro. ¿Cómo es el cedazo por el que acceden?, se pregunta.
−Algo falla, algo no estamos haciendo bien –murmura.
Cierra los ojos y trata de pensar que esta vez aprenderán la lección, que el aviso es serio, que están pagando un alto precio, que esta vez sí, irán todos a una para sumar y cambiar, antes de que sea demasiado tarde. Mira el calendario, se acerca el verano, la luz del sol siempre es un buen antídoto. Sonríe, pero sus dedos hurgan, sus ojos espían las páginas tras los meses estivales y siente un escalofrío.


jueves, 30 de abril de 2020

EL BALCÓN

Se ha cansado de estar sola, lleva demasiados días sin estar con sus amigos. Se ven a través de video llamadas, con las conversaciones interrumpidas o atropelladas; a veces las expresiones se paralizan y quedan como muñecos sin cuerda; otras se cuelgan, las caras quedan borrosas, la voz parece encallarse. 
Da vueltas por el piso, las paredes amenazan con cerrarse y aprisionarla todavía más. 
Entra en el comedor, sus padres están sentados delante de la tele, como si no fueran ellos, extraños, no hablan, no se mueven. Se acerca un poco para mirar sus ojos, los tienen abiertos, fijos en los “expertos” que hablan nerviosos, porque las cosas están difíciles y sólo hablan de afectados y enfermos y caos;  no quiere oírlo. Al pasar junto a la mesa mira de reojo un puzle a medio hacer, unos botellines de cerveza, un plato lleno de cáscaras de pipas, un sudoku sin acabar, un currículum arrugado y un sobre con la solapa abierta; no lo ha leído, pero sabe lo que contiene. Por un tiempo, sus padres no podrán ir a trabajar. 
La casa les pone nerviosos. 
Ella piensa que si apagaran un rato la tele, el cerebro podría descansar, las ideas se ordenarían y tal vez la verían a ella, que desde hace veintiocho días no sale de casa, no ha vuelto a ir al instituto y debe estudiar y hacer deberes con una conexión desastrosa. Muchos días debe rendirse, entonces se refugia en sus dibujos. Se lo ha dicho a sus padres, que no puede conectar con las clases virtuales; lo hizo los primeros días, su padre aseguró  que los vecinos eran culpables de las interrupciones, que seguro que se conectaban a su red de wifi.
−¿Les has preguntado? 
Su padre no la había mirado para asegurarle que él era un padre de familia responsable y no pensaba poner en riesgo la salud de su familia, que en la casa de los vecinos eran muchos y de los peligrosos. No lo había entendido. Su madre había añadido que ella tampoco debía acercarse. 
−¿Por qué?
−Sacaron a los abuelos de la residencia, el padre es mensajero, la madre enfermera, tienen un hijo retrasado y otro que trabaja en el súper –había mirado el techo como si valorase algo−. Ni se te ocurra acercarte.
−Vale –había dicho para acabar con el tema.
Ya han pasado muchos días y los “expertos” están cada vez más excitados. El mundo entero está en peligro.
No lo soporta. 
Su bloc de dibujo es un buen refugio, pero está cansada del murmullo de la televisión y del pequeño espacio de su habitación, así es que sale al balcón. Sus padres no la ven pasar. 
            Cierra la puerta corredera y se asoma a la baranda. Están en un séptimo piso, tiempo atrás habría visto coches, motos, gente. La calle está prácticamente vacía. Mira hacia el otro extremo, ve de reojo un movimiento en el balcón vecino. Es un chaval que debe tener su edad, no lo conoce, porque no va al instituto del barrio. Lleva un pendiente en la oreja y le sonríe, los ojos le brillan al hacerlo. 
            −¿Eres el retrasado? –le pregunta.
            Es una provocación, pero a él parece divertirle. Se queda desconcertada, le parece más vivaz que retrasado. Mira a sus espaldas. A través de la cortina ve a sus padres en el sofá. 
Se acerca un poco a él, que se ha pegado a la celosía que separa los balcones. Ella piensa en el metro y medio, lo calcula a ojo y se sienta con las piernas colgando en el vacío, con las manos sujetas en los barrotes y la cara ladeada. Él la imita. Hablan y ríen, es como una brisa que alivia el peso de tantos días encerrados. 
Se fija en la libreta que él lleva entre las manos y él se la tiende. La coge, la frota con la ropa y él sonríe por sus precauciones.  Le gusta el contenido, ella no entiende de música, pero aquellas partituras le parecen muy expresivas, ricas, llenas de anotaciones, garabatos, correcciones. Él le explica que no puede dejar de hacerlo, que la música suena en su cabeza, por eso la apunta en su libreta. 
−En el insti me llamaban el retrasado, por eso lo dejé. 
Ella le pide que no se mueva y corre a su habitación. Levanta el colchón y saca uno de sus blocs, el último, el que casi ha llenado desde el primer día del encierro. Es su secreto. Sus padres le dicen que se prepare para el bachillerato, que estudie matemáticas y ciencias y tecnología, que ahí está el futuro. 
            Le tiende el bloc y siente un calambre, como una sacudida emocionante. Sabe que sus dibujos son buenos. Él los mira con mucha calma y asiente, le dice que es una artista. Ella vuelve a mirar las partituras, son mágicas, tienen fuerza.
            −Parece la música de mis dibujos –susurra.
            En ese momento suenan las campanas. 
Son las ocho.
            Los balcones se llenan deprisa. Sus padres también salen del comedor, la ven sentada en el suelo, la llaman con urgencia, como si corriera peligro en el abismo. Mira un instante a su nuevo amigo y le susurra su nombre. Él responde murmurando el suyo y se levanta para unirse a sus abuelos, a su hermano y a su padre, el mensajero. La madre enfermera no está, casi siempre está en el hospital.
            Los aplausos se multiplican, silbidos, música, algunos bailan. Sus padres aplauden entusiasmados, palmean sobre la baranda, saludan a los vecinos de enfrente y ella no puede dejar de pensar que sus padres hacen teatro. 
Intercambia una señal con su nuevo amigo, asienten. Aquella noche se encontrarán allí mismo, llevarán mantas, por la noche corre aire a aquella altura. Está emocionada, una cita. 
−A un metro y medio –murmura.

martes, 31 de marzo de 2020

COVID-19

Caminó decidido hasta el hospital y en recepción  preguntó por el responsable, pero nadie parecía dispuesto a atender a un niño de once años, estaban demasiado ocupados. Se escurrió hasta Urgencias, donde el cosquilleo en las manos se hizo insoportable. Miró al joven administrativo que se protegía apenas con una mascarilla un poco gastada por el uso. Se acercó, fue instantánea la sensación. 
−Estás contagiado –le dijo.
El administrativo empalideció, miró a lado y lado y le dijo que debía ser acompañado por padres para ser visitado.
−Yo no tengo síntomas, pero puedo decirte quienes están contagiados, sólo tengo que pasar por su lado.
Los ojos del administrativo parecieron sonreír, pero fue un momento, luego parpadeó, miró hacia la sala, de nuevo al niño.
−¿Por qué no te vas a tu casa? Deberías estar confinado, no se puede salir.
−¿Sabes que hay perros que huelen el cáncer? 
El joven asintió, cada vez más perplejo.
−Yo no, pero si estoy cerca de un enfermo del virus noto un cosquilleo en las manos –encogió los hombros−. No sé porqué, pero lo noto.
El administrativo carraspeó un poco y se llevó la mano a la frente.
−El dolor de cabeza y la flojera es por el virus, pero si me das las manos, te recuperarás.
El administrativo miró la pantalla del ordenador, como si buscara allí las pautas a seguir en casos como aquel. Luego los ojos del niño parecieron hipnotizarle, miró sus pequeñas manos y extendió las suyas.  Sintió un calambre prolongado que recorría todo su cuerpo; poco a poco, se redujo el agotamiento y el dolor de cabeza.
Los usuarios de Urgencias que estaban más cerca habían oído al niño y habían visto aquella especie de sanación. Uno de ellos se acercó.
−Sólo está constipado señor, debería irse a casa –le dijo el niño.
Hubo una excitación general, hasta que el administrativo avisó a sus superiores y la noticia corrió entre los distintos estamentos del hospital hasta llegar al despacho de la directora. Ya no hubo forma de frenar el rumor. ¿Qué perdían con comprobarlo? 
El niño acertó en cada uno de sus pronósticos. 
Fue reclamado por el gobierno de la nación y pronto por el de las naciones. El niño era la salvación, no sólo de la pandemia, también de la terrible crisis económica que ya nadie se atrevía a negar. Los esfuerzos por encontrar la vacuna tardarían en dar frutos, pero el niño tenía un don. Quizás, si descubrían de dónde salía aquel cosquilleo en sus manos, podrían hacer clones y distribuirlos por los países de todo el mundo; mientras eso no llegase, lo tendrían a él. Algunos científicos aseguraron que aquella propuesta presentaba grandes dificultades y estaba también el aspecto ético que debían considerar con mucho cuidado antes de diseñar una estrategia. 
−¡Es una cuestión de Seguridad Mundial! −exclamó uno de los grandes presidentes. 
Todos asintieron, la pandemia se estaba descontrolando. 
−¡Política de guerra! − sentenció otro presidente de un gran país.
El niño, agotado, les pidió que le llevaran a su casa, pero lo encerraron en un Centro Militar de Máxima Seguridad. Le explicaron que era una cuestión de emergencia sin precedentes, que él pertenecía ahora a la humanidad, que a cambio recibiría medallas y honores de Estado.
En los despachos siguieron reunidos para decidir cómo distribuir aquella energía; qué laboratorio se llevaría los permisos para realizar los ensayos pertinentes; qué medidas adoptar en los lugares más afectados. Los intereses eran múltiples y divididos. Las reuniones se alargaron durante interminables días. Ante la imposibilidad de cerrar acuerdos, decidieron que cada país propondría una estrategia con un profundo estudio de todos las derivadas y consecuencias. Era un asunto de máxima complejidad, no debían precipitarse.
 Mientras, los hospitales habían colapsado, las calles se habían vaciado y los servicios de emergencia de cada uno de los países, agotados y sin repuestos, siguieron en primera línea  sin equipos de protección ni diagnóstico.
El niño siguió soportando interrogatorios y múltiples ensayos que le fueron debilitando. Poco a poco, la energía de su cuerpo se evaporó entre agujas y cables y sus manos dejaron de cosquillear.


lunes, 2 de marzo de 2020

SOPA



Se ha esforzado con el caldo, toda la tarde la olla con las verduras, el pollo, la pelota, el hueso blanco, el saquito de garbanzos. Ha separado todo en una fuente y lo ha dejado aparte. El caldo blanco y aromático en una olla limpia, más pequeña, para hervir con el cabello de ángel, la pasta preferida de él. Selecciona ahora los ingredientes para la ensalada: frutos secos, espinacas tiernas, olivas negras y queso de cabra. 
Satisfecha del resultado, pone la mesa; cada cubierto en su lugar, los bonitos platos, las servilletas alineadas, la jarra de agua, el vino listo en la nevera para servir en el último instante. Antes de darse un respiro lava los utensilios utilizados, los fogones, guarda los potes de ingredientes, limpia las encimeras y justo cuando va a sentarse, llega él. 
Enseguida ve en sus ojos que ha tenido un mal día, está cansado. Ella también lo está. No lo dice.
Mientras sirve el vino en las copas, le oye protestar en la cocina:
−Ya podías haber tirado la basura.
Le habría dicho que pensaba hacerlo después, que no había tenido tiempo, pero él vuelve a protestar:
−Ya podrías haber recogido la fiambrera, lleva días aquí.
Ella piensa que no, que la había guardado aquella mañana, pero que la ha vuelto a usar para unos restos. No lo dice, en su lugar, entra sonriente en la cocina, dispuesta a hacer que las cosas funcionen. Se saca el delantal, coge la panera con el pan recién cortado y le anuncia que la cena está a punto. 
Su hijo sale de la habitación y ella le sonríe.
Se sientan. Ella ansiosa, como esperando algo, no sabe qué. El ruido de los sorbos de la sopa llena el espacio. Un tecleo llama su atención; su hijo ha sacado el móvil del bolsillo. Quiere decirle que lo guarde, pero en lugar de eso prefiere alentar la conversación. Les pregunta por sus jornadas laborales y estudiantiles; unos monosílabos acompañan un instante a los sorbos de la sopa. Carraspea, busca algo interesante en las horas transcurridas, pero desestima hablarles de la limpieza, la plancha, la compra, la elaboración del menú que degustan en silencio, como autómatas.
Deja la cuchara, suspira.
−¿Está buena? –pregunta cada vez más decaída.
Su marido levanta la mirada de forma fugaz, sigue con el ceño fruncido.
−Agua con fideos −seco−. Calienta la barriga.
Ella no quiere rendirse aun. 
−Pero, ¿está buena?
−Yo que sé… Es comida, no tengo tiempo para estas cosas.
Su hijo no ha retirado la atención de la pequeña pantalla, sonríe, ajeno a todo.
La mujer contiene la respiración. “No pienses, hazlo”. 
Se levanta, coge la sopera, la destapa, saca el cucharón, la coge por las asas de porcelana con hilos dorados y le da la vuelta. La sopa se escampa por el mantel de algodón, los fideos son arrastrados por el caldo hasta el pie de las copas y más allá. Los dos hombres, el joven y el mayor, se levantan de golpe, los ojos muy abiertos.
Para cuando quieren reaccionar, ella ya ha cogido la chaqueta y el bolso y ha salido a la calle. 
El aire vuelve al fin a sus pulmones.

                       
Día Internacional de la Mujer
                                                                      #DiaDeLaMujer
#EllaMeInspira
#MesDeLaMujer
#SheInspiresMe
#NosotrasParamos
#ParoDeMujeres
#SomDones

miércoles, 19 de febrero de 2020

H.M¨ _ La piel del zorro

La literatura es verdad


Me he levantado temprano, me he duchado, he tomado un café con leche, la radio encendida. El día, una gran promesa. Se han ido, estoy sola. Cojo el libro, me ha apresado, es intenso, duro, conmovedor. Herta Müller tiene una mezcla de fuego y pétalos de flor entre los dedos, su narrativa es brutal, lo es más porque se desliza en susurros poéticos. Trato de retener a Adina, Clara, Ilie, Paul, Pavel. Entre las líneas se detiene el tiempo, puedo sentir el latir de sus corazones. ¿Cómo se hace eso? Son de verdad, no son palabras, frases, párrafos. Respiran y sufren de forma horrible. Gris, el gris impregna las páginas; todos en el límite del bosque espeso, oscuro, sin árboles. El Danubio brilla, se desliza, separa, los atrapa. Rumanía, Ceausescu.
       Cierro el libro, miro el rectángulo de cielo atrapado en la ventana. Tengo que trabajar, pero Adina, Clara, Ilie, Paul, Pavel, están dentro, atrapados bajo mi piel impresionada. 
          Suspiro, tengo que hacer pipí. Me da pereza, siempre me ha dado pereza ir al baño. De pequeña alargaba tanto ese momento que tenía dificultades para andar por el pasillo, apretaba las piernas, las gotitas se escapaban.
          −¡Venga a hacer pipí! –gritaba mi madre.
          Me rendía, pero las gotitas habían mojado ya la braguita.
        Voy al baño. Ahora soy mayor, han pasado muchos años, pero como entonces, quedo atrapada entre las páginas de los libros, no todos, algunos. Cuando eso ocurre, necesito tiempo para respirar, siento que los personajes extienden sus brazos desde las líneas de negras letras, tratan de atraparme un rato más, seguir explicándome su historia.
       A cada nueva lectura, se ensancha mi espíritu, de tantos personajes que me han mostrado sus secretos más íntimos. Soy afortunada.
         Miro el portátil, debo empezar una nueva escena, hace días que debo enfrentarme a ella, cuando eso ocurre, doy rodeos, reviso, le doy vueltas, pienso. Los giros o saltos temporales son lo más difícil, llega el momento de enfrentarse al enigma por resolver. Empezar, luego la magia va impregnando la pantalla o la página, los personajes se envalentonan y se muestran. Ellos me usan y yo los uso a ellos, para entenderme, entender, refugiarme, viajar. Los minutos pasan entonces a ser segundos, las horas enloquecen, las páginas se llenan y ya al medio día, dudaré entre los fogones o las páginas del libro que esta mañana he cerrado. El universo doliente de Herta Müller sigue reclamando mi atención, sus habitantes necesitan que conozca su historia, yo necesito conocerla.
         Eso es la literatura, ficción realidad, tocar el alma del lector, depositar en ella unas vidas ajenas palpitantes.
         Cuando eso ocurre, la literatura es verdad.

jueves, 30 de enero de 2020

AGUA

Siempre había sido un gran bebedor de agua. Le gustaba su transparencia cristalina, el suave burbujeo al verterla sobre el vaso o directamente en la boca. Un inmenso placer invadía sus sentidos al sentirla deslizar por la garganta, hasta el depósito en el que, si hubiera podido entrar, estaba seguro que era como la inmensa cueva de la creación, el núcleo mismo de la vida, donde el eco de las gotas y el rumor suave debía producir una deliciosa música de frescura.

Sin embargo, en los últimos tiempos, algo había restado placer a su hábito. Distintas noticias le atacaban justo donde más le dolía: Aguas embotelladas con restos fecales; Aguas de fuentes sin seguridad sanitaria; Aguas vendidas en botellas de plástico que dejaban a su paso diminutas partículas… 
La última noticia le había dejado abatido: El agua del grifo, su última apuesta, podía provocar cáncer por una transformación que llegaba directamente del proceso de potabilización.
Plantado en medio de la cocina, se debatió ante la conveniencia de dar unos sorbitos de la última botella que había comprado. Indeciso, miró de reojo la garrafa de su última excursión a la fuente, hacía ya bastante tiempo; parecían haberse formado unos suaves hilillos, como telarañas amenazantes. Apartó esa opción al imaginar su estómago con las paredes repletas de tejidos de diminutas arañas, que quedarían al acecho de nuevas presas. 
Se acercó al grifo arrastrando los pies, lo abrió y contempló el caño, tenía una trasparencia un tanto blanquecina.  Por la misma fuerza de la conducción del agua, se dijo. Pero desconfiado, acercó la nariz y olfateó… Cloro. Sin duda se habían pasado con la dosis aquella mañana.
Se sentó en el taburete . Miró el vaso vacío entre sus manos, agobiado, sediento, torturado por la duda que ya nunca más le dejaría. Entonces recordó que estudiosos de alguna universidad estadounidense de nombre difícil de recordar, habían demostrado de forma irrefutable  que la ingesta de vino tinto protegía las arterias, alargaba la vida y no recordaba cuantas cosas más.
Dando un saltito abandonó el taburete, se desplazó hasta la despensa y cogió un Priorat de la cesta de Navidad. Al principio lo miró con desconfianza, estudió la etiqueta, buscó los grados de alcohol, que no eran pocos, descorchó la botella y olió el aroma un tanto áspero, pero agradable. El primer sorbito le confirmó que debería ir acostumbrándose; el segundo explotó en su paladar sobre el que chasqueó la lengua; en el tercero se concentró en las sensaciones que provocaba al descender por el cuello y alcanzar la gran cueva, que a saber si no había sido siempre así, oscura y áspera. 
Decidió al fin que aquel bautismo a una nueva forma de entender las cosas, merecía una profunda inmersión y así, sorbo a sorbo, vació aquella, su primera botella.